La cortina de lluvia era tan densa que
no permitía distinguir nada a través del cristal. Apenas se adivinaba alguna
oscura sombra desplazándose apresurada bajo lo que se aventuraba era un
paraguas. La tarde se dejaba caer sobre los charcos mientras el cielo se apagaba
con cadencia. En el interior del apartamento la temperatura se mantenía en unos
escasamente aceptables dieciocho grados.
Estaba sola, y tal vez aburrida, pues
no se había movido de detrás de la ventana desde hacía un tiempo tan impreciso
que solo cabía llamarlo “bastante rato”. Una leve brisa erizó la zona de su
piel expuesta al aire, y un escalofrío viajó rápido por su espalda. Miró,
sorprendida, a su alrededor, buscando el origen de aquella ráfaga aparentemente
inexplicable, pues todas las puertas y ventanas se hallaban cerradas, a
excepción de las tres que comunicaban el salón, -donde se encontraba ella
precisamente-, con el resto de estancias del apartamento, y que, bajo ninguna
ley física, -conocida al menos-, podrían justificar dicha corriente.
Lo irrazonable de lo ocurrido provocó
en ella, por sí solo, un nuevo escalofrío, que esta vez se aposentó en la base
de la espalda durante un segundo que bastó para infundirle un miedo tan
visceral que la paralizó.
De pronto un frío extraño invadió la
estancia, como si fuera el preludio de algo terrible que se aproximaba desde
algún lugar incierto…un frío sobrenatural que la hipnotizó, aterrándola y
atrayéndola.
Y entonces, un ruido breve y seco
procedente de su dormitorio. Algo así como un pequeño golpe que bien podría ser
una llamada de atención para guiarla hacia allí. Y su mente que intentaba que
sus pies andaran, y sus pies aterrados que no querían moverse.
Los segundos pasaban uno tras otro, con
la misma lentitud con que en aquella tarde todo pasaba, y arrastraban con cada
avance un poco más de aquella noche abandonada de estrellas.
Otro breve golpe, pero esta vez
levemente más ansioso. Y con él, como respuesta automática, otro sobresalto y
una vuelta más al nudo en el estómago, un poco más de presión en el pecho.
A su espalda la lluvia seguía con una
constante melodía que en otro momento bien pudiera haber sido portadora de
calma, pero que aquella noche la convertía en cómplice del miedo.
Avanzó lentamente, con paso incierto y
sigiloso, como no queriendo perturbar la aterradora atmósfera que se había
apoderado de la casa. Y procedente del dormitorio, un silencio más tenebroso aún
que el ruido. Y un nuevo golpe rasgándolo.
Un último paso y su temblorosa mano
pudo asir el pomo de la puerta entreabierta, y con tal fuerza lo hizo que pareciera ser su único
sustento en una caída al vacío. El sudor perlaba su frente y empapaba su
espalda. Las piernas difícilmente se mantenían erguidas, sustentadas únicamente
por unas traqueteantes rodillas.
Finalmente, sus temerosos ojos asomándose
al interior del dormitorio.
Otro golpe.
El ventanuco abierto. El misterio
resuelto.
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